A las 10 y
cuarto en punto, Rafa y yo nos abríamos paso entre la multitud –eso siempre me
ha gustado mucho- con nuestros gin-tonics en la mano.
Más tarde lo comentaría con mucha gente, pero aún me cuesta
explicar esa sensación de subirse a un escenario, por modesto que sea
-15 cm
de alto, 3
m de ancho, 1’70 quizás de profundo-, y el subidón
consiguiente.
Intuir el
hormigueo expectante del público (mi timidez no suele mirarles francamente,
percibo únicamente movimientos o hálitos), desactivar con dedos temblorosos el
standby del ampli (artilugio que sirve para lo que un amigo mío llama dejarlo ‘a
fuego lento’), oír el primer zumbido de los bafles y el primer rasgueo de
comprobación, ya arrollador; estudiar el perfil sereno de tu cantante, que
repite alguna palabra para probar el micro, adivinar la tensión del técnico de
sonido y el silencio creciente, o más bien abrupto, de la
concurrencia.
A partir de
ese momento no soy yo mismo, sino una materia fluyente. Después del primer
compás sé que todo lo ensayado no va a servir de nada, y que aquel sonido
granulado y obsceno que buscaba yo sin éxito en el local se me va a ofrecer
ahora naturalmente. Que todo será de nueva creación esta noche, exclusivo. En un
instante desaparece todo presupuesto. No somos más que dos tíos tocando rock and
roll, y ese formato nos obliga a acaparar más atención de lo habitual. Por eso
pude haber temido no saber posar con la guitarra, pero la escena me ofrece
enseguida la mejor postura, desafiante y sólida. De repente me invade la
seguridad de que haga lo que haga no voy a caer en una nota falsa, y si lo hago
va a sonar como un recurso absolutamente genial. Rezumo veteranía, soy el mejor
espíritu del rock, ése que siempre he querido encarnar y del que me han
mantenido alejado mis complejos. La guitarra parece dotada de vida propia: mi
papel parece reducirse a sostenerla, acentuar sus gemidos, coreografiar su
canto. Muchos ojos fijos en mí enmudecen cuando la experiencia de otras noches
de música les hace intuir que la guitarra va a decir su frase, y veo de reojo
cómo asienten complacidos porque no se han frustrado sus expectativas. Apenas
necesito mirar a Rafa, ni él a mí, tocamos con la memoria de tantos años de
intercambiar inteligencias. Antes de subirnos al pequeño podium en que nos
desenvolvemos, y dados los escasísimos ensayos, podríamos haber temido algún
desajuste, alguna tensión o el fleco de alguna falta de entendimiento, pero una
vez encaramados en esos quince centímetros resulta inimaginable.
Mi mástil
sube, baja, templa, se eriza, y soy yo mismo quien lo maneja con mano experta y
firme. El artista es Rafa, por él estamos aquí, pero sé que también yo voy
ganando adeptos. Adelanto el pie o la pelvis, me ofrezco, deambulo, desatiendo
al público, me tomo mi tiempo para un sorbo de gin-tonic, afino por fuera y a la antigua; enciendo un
cigarrillo, charlo con el cantante. No sé qué es lo que ha descendido sobre mí,
pero soy un hombre desbordante de alma. Y de calma. La telecaster se porta
maravillosamente: truena como una auténtica reina del rock, y yo correspondo
como se merece. Improviso nuevas pulsaciones, ataques, movimientos y disonancias
que funcionan como si hubieran nacido conmigo. Consigo tan exactamente la
dicción, el suspenso, la intensidad, la duración y el tempo que pretendo de cada
nota que casi acabo mareado. Llego a preguntarme si soy yo quien toca o si es
que alguna entidad celestial me está utilizando como vehículo. Me envuelve una
seguridad indestructible, me parece estar esparciendo virilidad, sentimiento,
desgarro, sensibilidad, fiereza, fragilidad y potencia. Me siento incluso
atractivo, deseado por los hombres y mujeres que puedo entrever en las primeras
filas, hombres y mujeres que contienen la respiración para no perderse ni un
detalle de ese torrente que amenaza con hacerles reventar de emoción
insoportable. Brillan húmedos los ojos en la oscuridad, los finales de las
canciones se desploman desde su cumbre emocional para ser celebrados con la
euforia nerviosa del superviviente…
No sé si he
dicho ya que me había fumado un par de caladas de canuto.
José Puerto
Coincido, desde mi breve experiencia musical, que ese subidón es cercano a lo extraterrenal. Si por esas casualidades del mundo nacimos con un trozo del alma hecha de acordes, ritmos y melodías, si vivimos la música casi como un modo de ser, nos sucede que interpretar música comunitariamente (sea el tamaño que sea el lugar, el grupo de gente, el soporte técnico)te desconecta del suelo. Un trance cuasi mágico, que iguala a todos los allí presentes a través de un lenguaje espiritual, que dicen algunos es el "hablar del alma". El plus de poder ser en ese momento el chamán que genera el ambiente para acceder a esta locura corporativa nos hace invencibles por un rato. Un rato tal vez robado a los dioses de la noche y el sueño, ellos que saben que ahí se cuece lo dulce del lenguaje del alma. Ellos que saben cuando enviar la troupe de duendes a los escenarios repartidos por los pueblos que cada noche resuenan.
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