domingo, 11 de noviembre de 2012

El duende del escenario


A las 10 y cuarto en punto, Rafa y yo nos abríamos paso entre la multitud –eso siempre me ha gustado mucho- con nuestros gin-tonics en la mano. Más tarde lo comentaría con mucha gente, pero aún me cuesta explicar esa sensación de subirse a un escenario, por modesto que sea -15 cm de alto, 3 m de ancho, 1’70 quizás de profundo-, y el subidón consiguiente.
Intuir el hormigueo expectante del público (mi timidez no suele mirarles francamente, percibo únicamente movimientos o hálitos), desactivar con dedos temblorosos el standby del ampli (artilugio que sirve para lo que un amigo mío llama dejarlo ‘a fuego lento’), oír el primer zumbido de los bafles y el primer rasgueo de comprobación, ya arrollador; estudiar el perfil sereno de tu cantante, que repite alguna palabra para probar el micro, adivinar la tensión del técnico de sonido y el silencio creciente, o más bien abrupto, de la concurrencia.
A partir de ese momento no soy yo mismo, sino una materia fluyente. Después del primer compás sé que todo lo ensayado no va a servir de nada, y que aquel sonido granulado y obsceno que buscaba yo sin éxito en el local se me va a ofrecer ahora naturalmente. Que todo será de nueva creación esta noche, exclusivo. En un instante desaparece todo presupuesto. No somos más que dos tíos tocando rock and roll, y ese formato nos obliga a acaparar más atención de lo habitual. Por eso pude haber temido no saber posar con la guitarra, pero la escena me ofrece enseguida la mejor postura, desafiante y sólida. De repente me invade la seguridad de que haga lo que haga no voy a caer en una nota falsa, y si lo hago va a sonar como un recurso absolutamente genial. Rezumo veteranía, soy el mejor espíritu del rock, ése que siempre he querido encarnar y del que me han mantenido alejado mis complejos. La guitarra parece dotada de vida propia: mi papel parece reducirse a sostenerla, acentuar sus gemidos, coreografiar su canto. Muchos ojos fijos en mí enmudecen cuando la experiencia de otras noches de música les hace intuir que la guitarra va a decir su frase, y veo de reojo cómo asienten complacidos porque no se han frustrado sus expectativas. Apenas necesito mirar a Rafa, ni él a mí, tocamos con la memoria de tantos años de intercambiar inteligencias. Antes de subirnos al pequeño podium en que nos desenvolvemos, y dados los escasísimos ensayos, podríamos haber temido algún desajuste, alguna tensión o el fleco de alguna falta de entendimiento, pero una vez encaramados en esos quince centímetros resulta inimaginable.
Mi mástil sube, baja, templa, se eriza, y soy yo mismo quien lo maneja con mano experta y firme. El artista es Rafa, por él estamos aquí, pero sé que también yo voy ganando adeptos. Adelanto el pie o la pelvis, me ofrezco, deambulo, desatiendo al público, me tomo mi tiempo para un sorbo de gin-tonic, afino por fuera y a la antigua; enciendo un cigarrillo, charlo con el cantante. No sé qué es lo que ha descendido sobre mí, pero soy un hombre desbordante de alma. Y de calma. La telecaster se porta maravillosamente: truena como una auténtica reina del rock, y yo correspondo como se merece. Improviso nuevas pulsaciones, ataques, movimientos y disonancias que funcionan como si hubieran nacido conmigo. Consigo tan exactamente la dicción, el suspenso, la intensidad, la duración y el tempo que pretendo de cada nota que casi acabo mareado. Llego a preguntarme si soy yo quien toca o si es que alguna entidad celestial me está utilizando como vehículo. Me envuelve una seguridad indestructible, me parece estar esparciendo virilidad, sentimiento, desgarro, sensibilidad, fiereza, fragilidad y potencia. Me siento incluso atractivo, deseado por los hombres y mujeres que puedo entrever en las primeras filas, hombres y mujeres que contienen la respiración para no perderse ni un detalle de ese torrente que amenaza con hacerles reventar de emoción insoportable. Brillan húmedos los ojos en la oscuridad, los finales de las canciones se desploman desde su cumbre emocional para ser celebrados con la euforia nerviosa del superviviente…

No sé si he dicho ya que me había fumado un par de caladas de canuto.


José Puerto

1 comentario:

  1. Coincido, desde mi breve experiencia musical, que ese subidón es cercano a lo extraterrenal. Si por esas casualidades del mundo nacimos con un trozo del alma hecha de acordes, ritmos y melodías, si vivimos la música casi como un modo de ser, nos sucede que interpretar música comunitariamente (sea el tamaño que sea el lugar, el grupo de gente, el soporte técnico)te desconecta del suelo. Un trance cuasi mágico, que iguala a todos los allí presentes a través de un lenguaje espiritual, que dicen algunos es el "hablar del alma". El plus de poder ser en ese momento el chamán que genera el ambiente para acceder a esta locura corporativa nos hace invencibles por un rato. Un rato tal vez robado a los dioses de la noche y el sueño, ellos que saben que ahí se cuece lo dulce del lenguaje del alma. Ellos que saben cuando enviar la troupe de duendes a los escenarios repartidos por los pueblos que cada noche resuenan.

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