De su cara se podían decir muchas
cosas, pero únicamente una se ajustaba completamente a la verdad, era fea.
Atendiendo a un espíritu caballeresco podríamos fijarnos en sus ojos, que
decían algo, claro que pocas miradas humanas son tan vacunas como para no decir
nada, sin embargo su mirada captaba la atención de un observador atento, era
una mirada desprovista de estupidez, clara y parecía que sincera.
En un afán observador uno debía fijarse en su cuerpo, que era la baza que la hacia extrañamente especial. Su cuerpo destilaba sensualidad, sin ser voluptuoso ni escultural. En realidad era un cuerpo bastante normal embutido en un traje rojo que marcaba redondeces, las deseadas y las que se querían ocultar.
En un afán observador uno debía fijarse en su cuerpo, que era la baza que la hacia extrañamente especial. Su cuerpo destilaba sensualidad, sin ser voluptuoso ni escultural. En realidad era un cuerpo bastante normal embutido en un traje rojo que marcaba redondeces, las deseadas y las que se querían ocultar.
Curiosamente un cuerpo tan normal
era llevado y movido con tanta gracia, con tanto arte que inundaba de
sensualidad, de calor y de un reconfortante escalofrío a todo aquel que se
detuviese a mirarlo. Esa chica tenia sin duda la apabullante belleza de la fea,
la sensualidad de la que se sabe fea, ignorada de normal y que es natural por
si misma, una belleza tremendamente voraz y atractiva. Una belleza en donde
parar los ojos más tiempo que en la
belleza típica de una guapa cualquiera.
Ahí hay un jefe, no hay más que
verle sentarse. Su cuerpo acompaña su posición de jefatura- el físico influye
sin duda en el papel que cada uno juega en esta película- y este chico es jefe.
hombros anchos, osamenta poderosa y corpulencia adecuada, sin ser musculoso es
lo suficientemente grande como para ser escuchado. Sus palabras no dirán
maravillas, pero su tono y su postura invitan a escuchar. Se estira perezoso,
sabedor del valor de sus silencios en uno de los sillones del bar, sintiéndose
feliz en la sensación de ser observado. Sus dedos agarran con sutileza
inapropiada en semejantes manos un peta que espera paciente su final
inexorable, condenado a consumirse a si mismo antes que morir dignamente en un
cenicero. sus palabras ni son sabias ni dejan de serlo, pero son acatadas, no
por temor físico a su cuerpo, sino por obediencia innata ante un ser que se
siente jefe. Existe gente nacida para hacerse obedecer y gente nacida para ser
mandada, dios es sabio y los junta.
A la diestra, como en un cuadro
divino, se sienta el mandado, que asume su papel totalmente. Sonríe con una
media sonrisa que en otra cara sería de cínica sabiduría pero que en la suya
denota estupidez, o ¿tal vez pasividad?. Es una cara de esas que dice tan poco
que invita a decir mucho. Uno nunca sabe
si nos encontramos ante un ser anodino, parásito de las vivencias que otros
cuentan para sentirse vivo, o si realmente tanta sonrisa y atención esconde a
un maquiavelo en potencia que sabe mucho más de lo que aparenta y que juega un
papel que no nos es dado conocer en la película de la vida. Su propia cara refleja a las claras el interrogante que su esencia
despide. No sabe/ no contesta.
Entre la fauna el maestro de
ceremonias mezcla parsimonioso en un vaso los ingredientes de algún mejunje que
nos haga olvidar los prejuicios- en principio- y después todo lo demás. Entre
estas ultimas cosas que olvidamos a manos del sacerdote místico de detrás de la
barra se encuentran esas dos ideas geniales que el alcohol nos ayuda a alcanzar y a olvidar casi simultáneamente.
El jefe del garito mira inmisericorde desde su atril sagrado a la fauna que se
arrejunta alrededor de sus sabias mezclas o que danza con los compases de su
hipnotizante sonido. En el fondo para él es la misma historia de siempre, el
mismo sesgo que cercena las ilusiones de la gente cada noche, la misma guadaña
que asemeja a todos en aquel garito. En el fondo el curra soñando con irse al
bar de enfrente – idéntico a este- y sentirse uno de la masa, sin ser el
maestro, el guía, el ceremoniosos artista que encumbra o derriba con sus
bebidas a los dioses de la noche. Sin duda el también quiere ser encumbrado o
derrotado, el también quiere ser gente, uno más, sentirse uno en la comunión de
los cuerpo y espíritus, ser una nube más en la niebla mental que envuelve los
bares a determinadas horas. Esas horas en la que los sueños salen a volar,
desatados por fin de sus ataduras cárnicas y se juntan a mezclarse unos con
otros en la pesada atmósfera alcohólica de los bares, para luego volver-
tremendamente más ricos y confusos a las rojizas personas que los perdieron en
esos momentos de desconcierto.
También esta la diosa, que mira por
encima del rimel a todos los que osan – que finalmente son todos- posar los ojos en ella. En ella en conjunto,
nadie se fija en su mirada, nadie en su mueca altiva que denota tristeza, semejantes
curvas, semejante pose y ese cuerpo sólo invitan a soñar con el pecado. Uno
añora el misterio que esconden los ojos de aquella otra chica, y anhela la
envidiosa certeza pero no le atrae el sexo que destila el embutido traje de la guapa, porque uno anhela sonreír a una boca cómplice, porque uno sueña
con perderse en el verde de unos ojos de misterio, porque uno no quiere saber,
ni entender, sólo quiere sentir , soñar, intuir
Estos apuntes me han recordado a Karmelo C. Iribarren, uno de los pocos poetas que puedo leer (estoy poco dotado para el lenguaje sublime), quien, además de donostiarra, es un especialista en bares:
ResponderEliminarSEGURO QUE ESTA HISTORIA TE SUENA
Al fondo de la barra
una mujer; una
mujer en principio
como tantas: que fuma,
bebe, ríe, charla, y se echa
la melena para atrás;
ya digo, como tantas.
Hasta que su
mirada se cruza acaso
con la tuya
-o a ti te lo parece-,
y por un breve
instante
el tiempo se detiene,
y esa mujer es única,
y todo cambia,
y todo puede pasar.
Todo.
También
-como sucede
casi siempre-
que no pase
absolutamente nada.