lunes, 23 de junio de 2014

EL VIAJE

Uno de los hábitos que mi airada juventud se ocupó de vilipendiar fue el de viajar. Como ocurría con tantos otros asuntos, me dediqué a juzgar severamente –sin pararme demasiado en que mi raquítica experiencia no me lo permitía- las vacaciones y la fiebre de los viajes. Monté una teoría de apariencia bastante sólida que a mis allegados les era difícil rebatir. O quizás fuera que decidían dejarme por imposible al verme otra vez intentando defender o condenar algo que simplemente se disfruta y a lo que se entrega uno –o no-, sin más. El caso es que ponía a parir con entusiasmo creciente a todos esos adocenados que infestaban las agencias de viajes –entonces existían establecimientos así-, buscando afanosamente el destino que más les alejara de su propia miseria; un esforzado empeño, decía yo, para, en el mejor de los casos, constatar in situ la existencia de lo que las guías de turismo les mostraban. Hoy reconozco ese usuario, pero no puedo considerarlo universal.

Porque llegó N. y me abrió los ojos también al placer de viajar. Ella me procuró el apoyo necesario para sobrevolar las irrespetuosas hordas de masas en pantalón corto y poder disfrutar de los destinos. Hoy atesoro, como debe ser, una buena cantidad de recuerdos indelebles –si las demencias me lo permiten- de viajes y estancias, compuestos tanto de las grandes verdades que uno no puede saltarse en una visita como de pequeños momentos de hondo calado. Y el placer de verle a ella ocupar el primer plano de esos recuerdos, e imaginar que ella a su vez también liga mi nombre al de ciudades embriagadoras y a paisajes magníficos. En fin, todo eso.

Así pues, estaba curado. Pero me doy cuenta de que viajar y visitar otros lugares exige sin embargo un esfuerzo del que no siempre nos apercibimos. Para abandonar el hogar en pos de lo desconocido, es necesaria una excelente disposición previa que a menudo queda oculta bajo la excitación de los preparativos. Y una vez en el destino, cualquier bajada de guardia, la menor melancolía provocada por cualquier pequeñez, nos recuerda que esa brisa que nos estremece no es la nuestra, ni los sonidos que percibimos, ni esa mezcolanza de lenguas, y todo ese entorno nos empuja repentinamente a casa, a ansiar el regreso.

Llegará después algo que nos reconciliará de nuevo con aquella circunstancia extranjera, pero ya habrá quedado sembrada la semilla del desarraigo, ese sentimiento tan fácil de albergar cuando nos alejamos de la plácida calma de lo conocido.

POR JMP

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