People has stirred moved by the word.
Kneel at the shrine, deceived by the wine.
How was the earth conceived? Infinite space.
Is there such a place? You must believe in the human race.
Can you believe, God makes you breathe.
Why did he lose six million Jews?
(Emerson, Lake & Palmer; The only way)
Y dijo mirando al cielo:
“aunque sé que no estás ahí, aunque se que no hay nadie ahí: gracias Dios, gracias por estos ojos celestes que me diste y esta parla sabia que aprendí . . .”
Anónimo, siglo XXI
I)
Morelli me está esperando en el umbral. Lo veo desde enfrente mientras bajo del auto. Me da la mano como siempre afectuosamente, parado en la puerta que mantiene abierta con el picaporte en la mano, me hace pasar poniéndome una mano sobre el hombro. No puedo dejar de notar mientras entro que Morelli mira brevemente hacia izquierda y derecha antes de cerrar la puerta –en cualquier momento vienen- dice mientras pone llave. No alcanzo a preguntar quienes vienen cuando ya me conduce hacia el jardín del fondo, atravesando el hall y el living con su biblioteca llena de libros, mientras me empieza a hablar de un modo ininterrumpido como de costumbre, un continuo saltar de un tema a otro casi sin terminar las frases, en un discurso monológico y que hasta parecería insensato para quien no lo conozca, y no sepa que dentro de ese discurso aparecerá -en el momento menos esperado pero aparecerá- la frase iluminadora que justifique escucharlo con atención, sin interrumpirlo.
En el patio tiene preparadas dos sillas y el mate. Su perro nos mira mientras nos sentamos, luego da un par de vueltas frente a las sillas y se echa frente a nosotros sin dejar de mirarnos. El jardín se prolonga hacia el fondo de la casa en senderos rodeados de plantas y flores. Hay entre los senderos varias habitaciones inconexas entre sí y con el resto de la casa que hacen las veces de taller para los inventos de Morelli, desván, o que simplemente están vacías. El perro no duerme en ninguna de ellas, sino en el patio, bajo la parrilla.
Morelli se sienta, amaga a cebar un mate pero luego dice sin soltar la pava: “esto ya está frío” y deja el mate sobre la mesa. Me sigue hablando, a esta altura ya es notorio que trata de hablar de cosas sin importancia, como desviando algún tema, al que aún no ha llegado, pero que teme abordar.
-los perros son capaces de soportar todo por sus dueños –dice de repente- les podés pegar, insultar, los podés escupir. Igual no se van a quejar, no se van a rebelar, y si alguien te trata de dañar te van a defender. Son incondicionales de sus dueños, dan la vida por ellos. Son animales muy estúpidos.
Alcanzo a esbozar un intento de oposición, diciendo que los perros poseen una comprobada inteligencia, pero Morelli no parece prestarme atención, y sigue adelante con su teoría.
Kashmir, el pequeño y sucio perro de Morelli lo mira mientra habla. Parece entender lo que su dueño dice, parece entenderlo aún mejor que yo, y sin embargo no expresa la menor queja, sino que por el contrario, mira a su dueño como asintiendo.
Morelli mueve las manos en el aire mientra me habla. Parece como trenzar algo, como una fuerza que encuentra en el aire y retuerce para dar sentido y coherencia a sus argumentos. La gorra negra se le inclina un poco hacia la izquierda dejando ver su blanca y escasa cabellera.
-de todos modos no era esto de lo que te quería hablar hoy. . . dice mientras se escucha sonar el timbre -esperá que ya vengo- interrumpe la frase y se levanta, va hacia la puerta a atender.
Me quedo solo con el perro que me mira de costado, un ridículo flequillo le cae sobre los ojos. A lo lejos pero claramente escucho hablar a Morelli, en la puerta:
- “. . . ya les dije que no molesten más. En esta casa sabemos bien que el que el universo es infinito y fuera de él no hay nada, y que además marcha hacia una muerte entrópica, dos razones más que suficientes para no creer en Dios. . .”
Oigo cerrarse la puerta. Imagino a los testigos de Jehová yéndose por Santa Fe hacia el oeste con sus camisas blancas y mascullando algo en inglés. Si bien estoy acostumbrado a estas salidas de Morelli a los religiosos, esta vez creo escuchar algo más que sarcasmo en su voz, algo indefinido . . . ¿temor?
-desde que se enteraron de lo del libro no me dejan en paz –dice al volver
Morelli intenta luego cambiar de tema, como arrepintiéndose de lo que había dicho, lo que había empezado a decir un instante antes de la interrupción, pero esta vez estoy preparado:
-me estabas por decir algo.
-ah, cierto, perdón. Mirá, no le voy a dar mas vueltas.
Me suelta por fin lo del libro, de cómo es que de casualidad lo halló entre dos anaqueles olvidados, ese pequeño y polvoriento libro que no hubiera llamado su atención de no ser por haber caído al suelo a sus pies, abierto, de no ser porque Morelli lo levantó y ojeó la página, de no ser por la frase que estaba escrita arriba de todo.
-La página 48 Pibe, cayó abierto justo en la página 48- dice Morelli levantando la mano derecha y poniendo los dedos hacia arriba como sosteniendo una pequeña esfera y haciéndola girar en el aire- ése fue el inicio, lo primero que leí, pero luego, luego, no te puedo explicar las cosas que hallé en ese libro . . .
Morelli se llevó el libro de la biblioteca municipal, lo ocultó entre sus ropas, lo robó. Fue la primera vez y les aseguro que también la última que Morelli robó alguna cosa por mínima que fuese. Ese libro debe haberlo trastornado, en verdad.
- ahora nadie más puede saberlo. Sólo vos, que sos el único que confío, y porque además necesito que alguien mas lo sepa, por si me pasa algo -y dice esto con una contundencia inesperada.
-¿puedo verlo? Pregunto, naturalmente.
Morelli vacila. Amaga a levantarse, pero luego vuelve a la silla.
-no sé si te conviene –dice
Sigue hablando. La conversación continúa un rato por ese camino, pero en realidad Morelli no dice más nada del contenido de las páginas del libro, en cambio si me habla de sus temores acerca de sentirse vigilado permanentemente.
-como te dije, no confío en. . . en ese momento suena el teléfono. Morelli se levanta a atender. Puedo oír una breve y monosilábica conversación en el living. Vuelve más serio, se sienta y dice: mi cuñado El Pocho, ya casi no puedo hablar con él, está con ellos. No sabe que yo sé, por eso me sigue llamando a ver si me saca algo.
Morelli sigue en su monólogo. Yo sinceramente dudo entre interrumpirlo o escucharlo con atención. Durante algunos pasajes parece un iluminado, durante otros un simple paranoico.
Al las siete se levanta:
-ahora debes irte, ya es la hora –y sin esperar mi respuesta me conduce hacia la puerta -necesito estar solo ahora, hay mas cosas que debo leer- no espera como de costumbre que me suba al auto, cierra la puerta tras de sí. Cruzo Santa Fe y me voy manejando muy despacio, mas azorado que ofendido por la abrupta despedida.
II)
“La literatura implica mucho desperdicio. Pero es un desperdicio necesario, inevitable. Es necesario escribir de mas, emplear mas tiempo y mas palabras de las –aparentemente- estrictamente necesarias, para que luego haya material, para que pueda recortarse, descartar un montón de cosas que inexorablemente sobrarán, para lograr que al fin, tal vez, algo quede”.
-¿no te parece sencillamente genial? –me dijo interrumpiendo la lectura del papel que tenía en la mano derecha y quitándose los lentes de leer de un tirón.
Tiempo después recordaré este momento como el único en que Morelli condescendió a leerme algo textual del libro, y aún así, lo trajo anotado en un papel, no lo leyó del libro. Yo aún no lo había visto, nunca.
Estábamos de nuevo en el patio. Unos pocos días después del primer encuentro. Morelli me llamó por la mañana muy excitado, me dijo que tenía que hablar conmigo nuevamente, esa misma tarde.
-¿sabés (yo sabía, pero nunca había prestado atención a ese detalle, no al menos la atención que Morelli le dispensaba, una atención un tanto exageradamente intensa, insensata) que en su isla Robinson Crusoe tenía algunos libros, y que leía uno permanentemente? Era la biblia, por supuesto y le servía para ordenar su mundo, lejos de la civilización y de todo lo que había conocido, era su forma de retener su mundo perdido, Robinson encontraba en la biblia todas las respuestas que necesitaba para seguir vivo, entero, cuerdo. Es más, abría el libro en cualquier página y allí, justamente allí encontraba lo que estaba buscando. Él creía -de verdad- que lo que leía le está personalmente dirigido.
(A estas alturas yo no sabía si Morelli estaba citando, inventando o simplemente delirando. Pero no podía dejar de escucharlo. Una buena cita o una buena locura son por igual de atrapantes).
-sabés muy bien de mi ateísmo –continuó, casi sin una pausa como para establecer un cambio de tema, o tal vez porque no hubo ningún cambio- sabés que primero fui católico, luego agnóstico y al fin ateo, como corresponde a un hombre de intelecto y razón, a una persona que ha leído mas allá de los límites de lo razonable. Sin embargo hay un asunto que me persigue desde niño, desde algo así como los trece años, más o menos cuando murió mi abuela Silvia. Recuerdo como me devanaba los sesos en ese entonces, pensando que si morimos, y si el alma no existe y si no hay nada más allá de la muerte, ¿cómo es que ahora somos, y un instante después ya no? ¿esta conciencia, esta poderosa e inextinguible conciencia que me habita, este indudable sentimiento de ser y estar aquí y ahora, esta certeza de saber todo lo que se, de sentir todo lo que siento, se va a la nada? ¿ahora todo, luego nada?
Por frases como esa es que yo aceptaba escuchar a Morelli sin condiciones, hablar ininterrumpidamente -y muchas veces incoherentemente- por saber perfectamente que no me iría de su casa sin un asunto profundo e irresuelto, una pregunta que necesitaría ser respondida para que todo tuviera sentido.
-la perfección afortunadamente es imposible –continuó- Si todos fuéramos perfectos, seríamos también iguales. El sueño inalcanzable de lograr la perfección, garantiza nuestras diferencias, nuestra individualidad, nuestra -única- personalidad, nuestra humanidad. La imperfección es lo humano.
Morelli soltaba una tras otra. No daba respiro. Sus ojos celestes brillaban extrañamente entre la penumbra que iba ganando poco a poco el jardín. Yo estaba abrumado, ya no me cabía una idea mas, decidí -esa vez- irme un rato antes de que me lo pidiera, como siempre a las siete.
Pero Morelli me retuvo. Esta vez no dejó que me fuera. Primero diciendo que aún no había terminado la idea (¿pero que idea? Su discurso había sido extenso, polimorfo, lleno de frases poderosas que dejaron huellas en mi conciencia, pero no podría identificar en él una verdadera, una simple idea, no en el sentido que suele darse a esa palabra) luego con excusas, como que la noche se acercaba y que el frío ya se sentía en el jardín, y que podíamos seguir la conversación adentro en el living (¿pero que conversación? Morelli monologaba sin piedad, y la única razón para que el me necesitara allí era porque su discurso, sin público, hubiera sido un innegable delirio) excusas entre las que no pude dejar de atisbar un cierto temor. Al fin, al ver lo inútil de sus argumentos, al ver que yo amagaba a levantarme e irme de todos modos, se decidió y me lo dijo:
-ya están muy cerca. Ya no puedo hablar más por teléfono.
Me habló entonces del cuartito del fondo, del blindaje que le había preparado, de que era el único lugar donde se sentía seguro, donde sabía que no podrían escuchar sus conversaciones. El cuartito estaba al final de uno de los senderos del jardín. Miré de reojo hacia allí, yo había entrado un par de veces, siempre con él. Allí Morelli guardaba algunas de sus cosas preciadas, herramientas, extraños aparatos que sólo él sabía para que servían. Vi la puerta pequeña y verde, no pude dejar de notar que Morelli la había recubierto con metal casi por completo, y que había dejado una pequeña abertura, una especie de mirilla, a la altura de los ojos.
- ya te lo he dicho. No estamos solos, nunca lo estamos. El espacio, este espacio que nos rodea es minuciosamente atravesado por infinitas ondas y partículas. El universo nos invade, permanentemente. No hay un milímetro de nosotros que no se encuentre invadido, penetrado, conquistado. No somos dueños ni siquiera de nuestra piel –se interrumpió un instante, miró hacia arriba brevemente y levantó un poco la mano derecha- todo esto te lo digo acá, a la intemperie, en esta intemperie electromagnética, simplemente porque ya ellos lo saben, y también saben que yo lo sé. Por eso nada de esto importa. Pero hay otras cosas mas que sí es importante que te diga –me apoyó la mano en el hombro -tal vez deberíamos hablar allí dentro– dijo.
Morelli se levantó y encaró hacia el cuartito, pero todo eso ya había sido demasiado para mí, al menos por esa tarde. Le pedí disculpas, le aseguré que volvería pronto a seguir la conversación, me encaminé hacia la puerta de la calle, huí.
III)
Sé que Morelli se enojará con mi intromisión. Sé bien que no le gusta que anden husmeando sus cosas, sus papeles, sus libros o sus inventos. Pero es necesario que entre. Por su propia seguridad. Puede haber enloquecido, puede haber hecho algo peor, puede hacerme o hacerse daño. Debo entrar, no me lo perdonará pero debo hacerlo.
(He venido esta tarde hasta su casa, tal como hemos quedado, he tocado timbre como siempre, pero nadie ha atendido. Luego de un rato, no se bien porqué, he decidido tantear la puerta y he descubierto que no está con llave. He empujado la puerta que se ha abierto suavemente).
Camino hacia el jardín atravesando el living. No hay señales de él ni tampoco ningún signo extraño. Todo está ordenado y en su lugar. Al llegar al jardín veo a Kashmir en el medio del patio, que me mira con esa expresión de tonta lástima que tienen los perros. Recuerdo en ese momento los conceptos de Morelli sobre su especie y me digo que tal vez de nuevo tiene razón.
En medio del patio está la mesa redonda, sobre ella la pava y el mate, también algunos libros. Intuitivamente toco el mate, está tibio. Morelli no puede andar lejos. Decido recorrer los senderos del jardín para buscarlo, pero me llama la atención un papel sobre la mesa. Está doblado por la mitad. Al observar la escena, el jardín, los libros sobre la mesa, la inexplicable ausencia de Morelli, al recurrir al conocimiento que tengo de él de tantos años, no tengo dudas de que lo que está escrito en el papel me está dirigido.
“Todo relato, para ser creíble, para ser creído, debe ser ficción. No puede relatarse la realidad tal cual es, porque resulta increíble. Un escritor debe, por tanto, alterarla, agregar o quitar cosas para que pueda creerse lo que se cuenta. Solo resulta creíble lo ficcionado.
El arte, para parecer verdad, tiene que ser mentira.
La conocida frase que suele agregarse “basado en un hecho real”, es al menos dudosa. ¿qué valor tiene eso?. El hecho pretendidamente real en que el relato se basa, es seguro que no ha ocurrido tal y como se cuenta, de lo contrario no serviría para nada, nadie lo creería. El hecho real es seguro que ha sido alterado, por impericia -o por talento- del narrador, para convertirse en esto que se cuenta y que creemos, o que queremos creer.”
Al concluir la lectura me sorprendo pensando que toda locura es –al menos- respetable. Camino hacia el fondo del jardín, hacia el cuartito. Atisbo por la mirilla, pero dentro está muy oscuro para ver algo. Además, parece que Morelli le ha puesto vidrios espejados. Empujo la puerta, sin esperanzas, pero -para mi sorpresa- está sin llave, tal como la de calle. Dentro del cuarto, la oscuridad reinante me impide ver cualquier cosa al principio, abro entonces un poco mas la puerta para dejar entrar la luz otoñal del jardín, mientras mis ojos se van acostumbrando a la semi penumbra. Entro.
(Dentro del cuartito reinaba un silencio absoluto. No podría explicarlo cabalmente pero me pareció sentir allí dentro la ausencia de toda influencia del exterior, no solamente del sonido. No es sólo que no oyera nada, tampoco sentí nada sobre mi. La construcción de Morelli es eficaz).
A medida que mis ojos se acostumbran a la poca luz empiezo a entrever algunas cosas. Es obvio que Morelli tampoco está allí. Puedo ver en las paredes algunos anaqueles con libros, máquinas, mecanismos, instrumentos extraños. En el centro de la habitación hay una silla y una pequeña mesa. Sobre ella, un libro abierto.
Bartleby
20-12-2011
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