Uno
de los hábitos que mi airada juventud se ocupó de vilipendiar fue el de viajar.
Como ocurría con tantos otros asuntos, me dediqué a juzgar severamente –sin
pararme demasiado en que mi raquítica experiencia no me lo permitía- las
vacaciones y la fiebre de los viajes. Monté una teoría de apariencia bastante
sólida que a mis allegados les era difícil rebatir. O quizás fuera que decidían
dejarme por imposible al verme otra vez intentando defender o condenar algo que
simplemente se disfruta y a lo que se entrega uno –o no-, sin más. El caso es
que ponía a parir con entusiasmo creciente a todos esos adocenados que
infestaban las agencias de viajes –entonces existían establecimientos así-,
buscando afanosamente el destino que más les alejara de su propia miseria; un
esforzado empeño, decía yo, para, en el mejor de los casos, constatar in situ la
existencia de lo que las guías de turismo les mostraban. Hoy reconozco ese
usuario, pero no puedo considerarlo universal.
Porque
llegó N. y me abrió los ojos también al placer de viajar. Ella me procuró el
apoyo necesario para sobrevolar las irrespetuosas hordas de masas en pantalón
corto y poder disfrutar de los destinos. Hoy atesoro, como debe ser, una buena
cantidad de recuerdos indelebles –si las demencias me lo permiten- de viajes y
estancias, compuestos tanto de las grandes verdades que uno no puede saltarse en
una visita como de pequeños momentos de hondo calado. Y el placer de verle a
ella ocupar el primer plano de esos recuerdos, e imaginar que ella a su vez
también liga mi nombre al de ciudades embriagadoras y a paisajes magníficos. En
fin, todo eso.
Así
pues, estaba curado. Pero me doy cuenta de que viajar y visitar otros lugares
exige sin embargo un esfuerzo del que no siempre nos apercibimos. Para abandonar
el hogar en pos de lo desconocido, es necesaria una excelente disposición previa
que a menudo queda oculta bajo la excitación de los preparativos. Y una vez en
el destino, cualquier bajada de guardia, la menor melancolía provocada por
cualquier pequeñez, nos recuerda que esa brisa que nos estremece no es la
nuestra, ni los sonidos que percibimos, ni esa mezcolanza de lenguas, y todo ese
entorno nos empuja repentinamente a casa, a ansiar el
regreso.
Llegará
después algo que nos reconciliará de nuevo con aquella circunstancia extranjera,
pero ya habrá quedado sembrada la semilla del desarraigo, ese sentimiento tan
fácil de albergar cuando nos alejamos de la plácida calma de lo
conocido.
POR JMP
POR JMP