martes, 7 de abril de 2015

Le robo a Don Javier Marías un artículo suyo en el País, que me apetece compartir con bibliofilos amigos como vosotros.

Javier Marías

Alguien a quien no le interesa leer es alguien a quien le trae sin cuidado saber por qué está en el mundo

El titular no podía ser más triste para quienes pasamos ratos magníficos en esos establecimientos: “Cada día cierran dos librerías en España”. El reportaje de Winston Manrique incrementaba la desolación: en 2014 se abrieron 226, pero se cerraron 912, sobre todo de pequeño y mediano tamaño. Las ventas han descendido un 18% en tres años, pasándose de una facturación global de 870 millones a una de 707. La primera reacción, optimista por necesidad, es pensar que bueno, que quizá la gente compra los libros en las grandes superficies, o en formato electrónico, aunque aquí ya sabemos que los españoles son adictos a la piratería, es decir, al robo. Nadie que piratee contenidos culturales debería tener derecho a indignarse ni escandalizarse por el latrocinio a gran escala de políticos y empresarios. “¡Chorizos de mierda!”, exclaman muchos individuos al leer o ver las noticias, mientras con un dedo hacen clic para choricear su serie favorita, o una película, o una canción, o una novela. “Quiero leerla sin pagar un céntimo”, se dicen. O a veces ni eso: “Quiero tenerla, aunque no vaya a leerla; quiero tenerla sin soltar una perra: la cultura debería ser gratis”.
Pero el reportaje recordaba otro dato: el 55% no lee nunca o sólo a veces. Y un buen porcentaje de esa gente no buscaba pretextos (“Me falta tiempo”), sino que admitía con desparpajo: “No me gusta o no me interesa”. Alguien a quien no le gusta o no le interesa leer es alguien, por fuerza, a quien le trae sin cuidado saber por qué está en el mundo y por qué diablos hay mundo; por qué hay algo en vez de nada, que sería lo más lógico y sencillo; qué ha pasado en la tierra antes de que él llegara y qué puede pasar tras su desaparición; cómo es que él ha nacido mientras tantos otros no lo hicieron o se malograron antes de poder leer nada; por qué, si vive, ha de morir algún día; qué han creído los hombres que puede haber tras la muerte, si es que hay algo; cómo se formó el universo y por qué la raza humana ha perdurado pese a las guerras, hambrunas y plagas; por qué pensamos, por qué sentimos y somos capaces de analizar y describir esos sentimientos, en vez de limitarnos a experimentarlos. A ese individuo no le provoca la menor curiosidad que exista el lenguaje y haya alcanzado una precisión y una sutileza tan extraordinarias como para poder nombrarlo todo, desde la pieza más minúscula de un instrumento hasta el más volátil estado de ánimo; tampoco que haya innumerables lenguas en lugar de una sola, común a todos, como sería también lo más lógico y sencillo; no le importa en absoluto la historia, es decir, por qué las cosas y los países son como son y no de otro modo; ni la ciencia, ni los descubrimientos, ni las exploraciones y la infinita variedad del planeta; no le interesa la geografía, ni siquiera saber dónde está cada continente; si es creyente, le trae al fresco enterarse de por qué cree en el dios en que cree, o por qué obedece determinadas leyes y mandamientos, y no otros distintos. Es un primitivo en todos los sentidos de la palabra: acepta estar en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal –tipo gallina–, y pasar por la tierra como un leño, sin intentar comprender nada de nada. Come, juega y folla si puede, más o menos es todo.
 Tal vez haya hoy muchas personas que crean que cualquier cosa la averiguarán en Internet, que ahí están los datos. Pero “ahí” están equivocados a menudo, y además sólo suele haber eso, datos someros y superficiales. Es en los libros donde los misterios se cuentan, se muestran, se explican en la medida de lo posible, donde uno los ve desarrollarse e iluminarse, se trate de un hallazgo científico, del curso de una batalla o de las especulaciones de las mentes más sabias. Es en ellos donde uno encuentra la prosa y el verso más elevados y perfeccionados, son ellos los que ayudan a comprender, o a vislumbrar lo incomprensible. Son los que permiten vivir lo que está sepultado por siglos, como La caída de Constantinopla 1453 del historiador Steven Runciman, que nos hace seguir con apasionamiento y zozobra unos hechos cuyo final ya conocemos y que además no nos conciernen. Y son los que nos dan a conocer no sólo lo que ha sucedido, sino también lo que no, que con frecuencia se nos aparece como más vívido y verdadero que lo acaecido. Al que no le gusta o interesa leer jamás le llegará la emoción de enfrascarse en El Conde de Montecristo o en Historia de dos ciudades, por mencionar dos obras que no serán las mejores, pero se cuentan entre las más absorbentes desde hace más de siglo y medio. Tampoco sabrá qué pensaron y dijeron Montaigne y Shakespeare, Platón y Proust, Eliot, Rilke y tantos otros. No sentirá ninguna curiosidad por tantos acontecimientos que la provocan en cuanto uno se entera de ellos, como los relatados por Simon Leys en Los náufragos del “Batavia”, allá en el lejanísimo 1629. De hecho ignora que casi todo resulta interesante y aun hipnotizante, cuando se sumerge uno en las páginas afortunadas. Es sorprendente –y también muy deprimente– que un 55% de nuestros compatriotas estén dispuestos a pasar por la vida como si fueran percebes; o quizá ni eso: una lechuga; o ni siquiera: un taburete

lunes, 23 de junio de 2014

EL VIAJE

Uno de los hábitos que mi airada juventud se ocupó de vilipendiar fue el de viajar. Como ocurría con tantos otros asuntos, me dediqué a juzgar severamente –sin pararme demasiado en que mi raquítica experiencia no me lo permitía- las vacaciones y la fiebre de los viajes. Monté una teoría de apariencia bastante sólida que a mis allegados les era difícil rebatir. O quizás fuera que decidían dejarme por imposible al verme otra vez intentando defender o condenar algo que simplemente se disfruta y a lo que se entrega uno –o no-, sin más. El caso es que ponía a parir con entusiasmo creciente a todos esos adocenados que infestaban las agencias de viajes –entonces existían establecimientos así-, buscando afanosamente el destino que más les alejara de su propia miseria; un esforzado empeño, decía yo, para, en el mejor de los casos, constatar in situ la existencia de lo que las guías de turismo les mostraban. Hoy reconozco ese usuario, pero no puedo considerarlo universal.

Porque llegó N. y me abrió los ojos también al placer de viajar. Ella me procuró el apoyo necesario para sobrevolar las irrespetuosas hordas de masas en pantalón corto y poder disfrutar de los destinos. Hoy atesoro, como debe ser, una buena cantidad de recuerdos indelebles –si las demencias me lo permiten- de viajes y estancias, compuestos tanto de las grandes verdades que uno no puede saltarse en una visita como de pequeños momentos de hondo calado. Y el placer de verle a ella ocupar el primer plano de esos recuerdos, e imaginar que ella a su vez también liga mi nombre al de ciudades embriagadoras y a paisajes magníficos. En fin, todo eso.

Así pues, estaba curado. Pero me doy cuenta de que viajar y visitar otros lugares exige sin embargo un esfuerzo del que no siempre nos apercibimos. Para abandonar el hogar en pos de lo desconocido, es necesaria una excelente disposición previa que a menudo queda oculta bajo la excitación de los preparativos. Y una vez en el destino, cualquier bajada de guardia, la menor melancolía provocada por cualquier pequeñez, nos recuerda que esa brisa que nos estremece no es la nuestra, ni los sonidos que percibimos, ni esa mezcolanza de lenguas, y todo ese entorno nos empuja repentinamente a casa, a ansiar el regreso.

Llegará después algo que nos reconciliará de nuevo con aquella circunstancia extranjera, pero ya habrá quedado sembrada la semilla del desarraigo, ese sentimiento tan fácil de albergar cuando nos alejamos de la plácida calma de lo conocido.

POR JMP

jueves, 19 de junio de 2014

Retazos desde la barra del bar



De su cara se podían decir muchas cosas, pero únicamente una se ajustaba completamente a la verdad, era fea. Atendiendo a un espíritu caballeresco podríamos fijarnos en sus ojos, que decían algo, claro que pocas miradas humanas son tan vacunas como para no decir nada, sin embargo su mirada captaba la atención de un observador atento, era una mirada desprovista de estupidez, clara y parecía que sincera.
En un afán observador uno debía fijarse en su cuerpo, que era la baza que la hacia extrañamente especial. Su cuerpo destilaba sensualidad, sin ser voluptuoso ni escultural. En realidad era un cuerpo bastante normal embutido en un traje rojo que marcaba redondeces, las deseadas y las que se querían ocultar.
Curiosamente un cuerpo tan normal era llevado y movido con tanta gracia, con tanto arte que inundaba de sensualidad, de calor y de un reconfortante escalofrío a todo aquel que se detuviese a mirarlo. Esa chica tenia sin duda la apabullante belleza de la fea, la sensualidad de la que se sabe fea, ignorada de normal y que es natural por si misma, una belleza tremendamente voraz y atractiva. Una belleza en donde parar los ojos más tiempo que en  la belleza típica de una guapa cualquiera.

 
Ahí hay un jefe, no hay más que verle sentarse. Su cuerpo acompaña su posición de jefatura- el físico influye sin duda en el papel que cada uno juega en esta película- y este chico es jefe. hombros anchos, osamenta poderosa y corpulencia adecuada, sin ser musculoso es lo suficientemente grande como para ser escuchado. Sus palabras no dirán maravillas, pero su tono y su postura invitan a escuchar. Se estira perezoso, sabedor del valor de sus silencios en uno de los sillones del bar, sintiéndose feliz en la sensación de ser observado. Sus dedos agarran con sutileza inapropiada en semejantes manos un peta que espera paciente su final inexorable, condenado a consumirse a si mismo antes que morir dignamente en un cenicero. sus palabras ni son sabias ni dejan de serlo, pero son acatadas, no por temor físico a su cuerpo, sino por obediencia innata ante un ser que se siente jefe. Existe gente nacida para hacerse obedecer y gente nacida para ser mandada, dios es sabio y los junta.

A la diestra, como en un cuadro divino, se sienta el mandado, que asume su papel totalmente. Sonríe con una media sonrisa que en otra cara sería de cínica sabiduría pero que en la suya denota estupidez, o ¿tal vez pasividad?. Es una cara de esas que dice tan poco que invita a  decir mucho. Uno nunca sabe si nos encontramos ante un ser anodino, parásito de las vivencias que otros cuentan para sentirse vivo, o si realmente tanta sonrisa y atención esconde a un maquiavelo en potencia que sabe mucho más de lo que aparenta y que juega un papel que no nos es dado conocer en la película de la vida. Su propia cara refleja  a las claras el interrogante que su esencia despide. No sabe/ no contesta.

Entre la fauna el maestro de ceremonias mezcla parsimonioso en un vaso los ingredientes de algún mejunje que nos haga olvidar los prejuicios- en principio- y después todo lo demás. Entre estas ultimas cosas que olvidamos a manos del sacerdote místico de detrás de la barra se encuentran esas dos ideas geniales que el alcohol nos ayuda  a alcanzar y a olvidar casi simultáneamente. El jefe del garito mira inmisericorde desde su atril sagrado a la fauna que se arrejunta alrededor de sus sabias mezclas o que danza con los compases de su hipnotizante sonido. En el fondo para él es la misma historia de siempre, el mismo sesgo que cercena las ilusiones de la gente cada noche, la misma guadaña que asemeja a todos en aquel garito. En el fondo el curra soñando con irse al bar de enfrente – idéntico a este- y sentirse uno de la masa, sin ser el maestro, el guía, el ceremoniosos artista que encumbra o derriba con sus bebidas a los dioses de la noche. Sin duda el también quiere ser encumbrado o derrotado, el también quiere ser gente, uno más, sentirse uno en la comunión de los cuerpo y espíritus, ser una nube más en la niebla mental que envuelve los bares a determinadas horas. Esas horas en la que los sueños salen a volar, desatados por fin de sus ataduras cárnicas y se juntan a mezclarse unos con otros en la pesada atmósfera alcohólica de los bares, para luego volver- tremendamente más ricos y confusos a las rojizas personas que los perdieron en esos momentos de desconcierto.
También esta la diosa, que mira por encima del rimel a todos los que osan – que finalmente son todos-  posar los ojos en ella. En ella en conjunto, nadie se fija en su mirada, nadie en su mueca altiva que denota tristeza, semejantes curvas, semejante pose y ese cuerpo sólo invitan a soñar con el pecado. Uno añora el misterio que esconden los ojos de aquella otra chica, y anhela la envidiosa certeza pero no le atrae el sexo que destila el embutido traje de la guapa, porque uno anhela sonreír a una boca cómplice, porque uno sueña con perderse en el verde de unos ojos de misterio, porque uno no quiere saber, ni entender, sólo quiere sentir , soñar, intuir

jueves, 12 de junio de 2014


Es extraño observar como, a medida que envejecemos, nos sorprendemos con más dificultad, pero nos asustamos con más facilidad. Todas esas cosas terribles que en la juventud parecían parte de historias lejanas, con el paso de los años, empiezan poco a poco a sucederle a uno mismo, o a sus seres más queridos. Cosas que nos golpean, nos marcan y, sin siquiera darnos cuenta, nos van cambiando poco a poco desde lo más profundo de nuestro ser. Irremediablemente, esa sensación de lo frágil que es la vida va ganando terreno. Lenta pero inexorablemente.

Pero también nos hacemos más sabios. Nuestro entendimiento del funcionamiento del mundo y de las personas que nos rodean y de cómo funcionamos nosotros mismos se hace más profundo y sólido. Nos frustramos menos. Y aprendemos a tolerarnos a nosotros mismos. El que entienda la vida como un continuo reajuste, un eterno recalibrado de su visión del mundo y de su relación con él, siempre se sentirá un poco perdido, pero nunca completamente. Pues siempre hay huecos por rellenar, asperezas por pulir. Y aunque de vez en cuando aparezcan un cincel y un martillo a desfigurar la perfecta escultura que hemos construido, ese constante retocado de nosotros mismos, por muchas erratas que tengamos o que la vida nos produzca, es lo que nos mantiene vivos. Mientras podáis, nunca dejéis de hacerlo.

domingo, 23 de marzo de 2014

El génesis de la música y poesía

Él también era tres en uno. Tenía esa curiosa capacidad de resumir en su menudo cuerpo tres divinidades. Sin embargo lo de él iba más allá de lo santo o no, por sobre todo él era humano, muy humano. Y sus divinidades afloraban desde su piel en forma de música, poesía y bondad.

Un buen día se propuso un reto, hacer el camino inverso de la creación: partir del hombre, de un ser hecho a su imagen y semejanza y con esa materia intentar la formación de algo divino. Duró más que 6 días, quizá un par de años.


Finalmente lo consiguió, luego de un arduo trabajo. Abrió las ventanas de su casa e inmediatamente Ekhi en forma de música y poesía, se expandió por todo el amplio valle transformándolo en primavera, aroma y dulzor.

sábado, 11 de enero de 2014


Arantxa y Justo

            No es un cuento de amor. Es una historia de amor, más bella que los cuentos.
            Arantxa significa “espina” o espino”, y floreció como el espino blanco en la primavera: llena de inteligencia, resolución y ánimo alegre. A los dos años de edad, se le  manifestó la enfermedad de Charcot MarieTooth tipo A4, que le fue atrofiando primero las piernas, luego las manos, los brazos, el sistema respiratorio, el sistema digestivo… A los 10 años la sentaron en una silla de ruedas de la que nunca se levantó.
¿Qué harías tú en su lugar? Ella vivió. Vivió una vida envidiable de plenitud física y espiritual, equiparable a su así llamada discapacidad. Le impulsaba el deseo de ser y de hacer, de estudiar, aprender, enseñar. Integrada en la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad, llegó a ser responsable diocesana de Gipuzkoa, y toda una referencia de la Fraternidad. Se sentía llamada a llegar lejos, y bien lejos que llegó en su inmovilidad. Estudió Psicología, hizo Magisterio y fue maestra durante 9 años, hasta que una hemiplejia se lo impidió. Fue una incansable lectora, hasta que la fatiga pudo más que su afán de saber, pero ya le bastaba lo que sabía, la sabiduría de la vida.
Justo nació en un caserío de Azkoitia, y amó la tierra, el monte, los árboles. Amaba la madera, y la trabajó y la talló con destreza natural, con aquella misma destreza natural con que siempre supo vivir, sin que nadie conociera de dónde le venía. Se llamaba Justo, pero era sobre todo bueno. Quien alguna vez miró sus ojos sabe lo quiero decir. Era catequista de Confirmación en la parroquia y colaboraba asiduamente como voluntario en la mencionada Fraternidad, porque lo suyo era darse, pero no como quien da, sino como quien se deja dar y recibe, como la tierra o el árbol.
Arantxa había leído bien en sus ojos y en sus manos, y un día, desde su silla de ruedas, con su certera intuición, con su característica determinación, le declaró su amor. Justo, con su naturalidad tan suya, simplemente se dejó llevar. Lo que más le costó fue contárselo primero a su madre. Ella, con su cuidado de madre, le dijo: “¿Sabes la cruz que vas a llevar durante toda tu vida?”. Él sencillamente respondió: “La llevaré encantado”. Y así fue. Pero muchos nunca lo entendieron y, queriendo expresarle su admiración, le dijeron cosas como “Tienes el cielo ganado”. Él no lo podía tolerar: “¿El cielo? El cielo lo tengo aquí”. ¿Méritos? La bondad no entiende de méritos para el futuro. ¿Motivos? Es el gusto de hacer el bien. Es la gracia de vivir, la gracia que gratifica. Justo y Arantxa sí lo entendían: ambos ganaban dándose.
Se amaron como no es fácil amarse. Fueron uno como rara vez llegan dos a ser uno sin dejar de ser dos. Nunca dejaron de ser dos, y bien distintos: ella resuelta, él más dubitativo; ella emprendedora, él más bien contemplativo; ella decidía, él ejecutaba. Fue una simbiosis, que es el secreto de la vida. Y entre ambos crearon el milagro de la vida, ante la incredulidad general: Haritz, el hijo adorado de su amor, el centro y la corona de la casa, el sello recíproco de la felicidad. ¡Cuánta alegría en tantos viajes, con su furgoneta y su silla de ruedas, por la costa catalana! Juntos, con su exquisita espiritualidad ecológica, construyeron Nahikari –“deseo”, “afecto”–, una casa bioclimática, entre robles, castaños, avellanos y sauces silvestres, entre zarzas y helechos en libre armonía, junto a un arroyo que cae por la ladera, cubierta de tierra por fuera y de madera por dentro, y abierta por delante al sur, al sol, al valle, a los montes.
Vivieron unidos y ni la muerte (¿muerte?) los separó. El 13 de noviembre, a primera hora de la tarde, súbitamente, Arantxa falleció. Padre e hijo estallaron en gritos de terror. Luego, mientras el sol se ponía entre Endoia y Andutz en un horizonte tornasolado, Haritz fue recuperando su aliento. El padre necesitó varias puestas de sol. En el corazón del vacío, la vida seguía como la energía misteriosa en el corazón vacío del átomo. Pocos días después, a Justo le diagnosticaron un cáncer que le había consumido todo menos la paz, y el 5 de diciembre también falleció.
¿Fue Justo quien siguió a Arantxa? ¿Fue Arantxa quien siguió a Justo, intuyendo el cáncer oculto que ya le invadía a él? Ninguno de los dos hubiera podido vivir sin el otro, y se fueron juntos para seguir viviendo en la Gran Unidad, en la Gran Comunión.

José Arregi

jueves, 7 de noviembre de 2013

Lo éticamente político, lo políticamente correcto, lo incorrecto éticamente

“vino llamar al vino, sobaco al sobaco,  miserable al destino y al que mata llamarle de una vez asesino” (Joaquin sabina: Inventario 1978)


¿Ustedes lo vieron? Ya no hay cojos en los telediarios, ni sordos, ya no se asesina cobardemente a mujeres ni hay disidencia, ya nadie esta en desacuerdo claro y rotundo.
Todos hablamos con palabras tibias, sin carga, sin apenas sentido, no vayamos a ofender. Hablamos de minusválidos, de discapacitados auditivos y hacemos de la perífrasis un uso tan disparatado que pierde su elegancia de figura poética para caer en el más triste patetismo.
No nos engañemos las palabras mandan, educan y dan la vida, nos  quisieron convertir con el bombardeo informativo en un pueblo triste, sin alegría, acobardado, y hace tiempo que nos engañan con un lenguaje desprovisto de gracia. tan sumamente cuidadoso, tan de cogérsela con papel de fumar, tan acomodado y sin ganas de molestar, tan perdóneme usted si le incomodo, pero en mi humilde opinión y respetando su libertad creo que es usted un magnifico ejemplar de macho cabrío…

Poseído por el espíritu Revertiano , pero sin ganas de incomodarles…